La obligación de perder

Para la selección de Bolivia, ganar la clasificación para el Mundial del 94 fue como llegar a la luna. Este país, acorralado por la geografía y maltratado por la historia, había estado en otros Mundiales, pero siempre por invitación, y había perdido todos los partidos con ningún gol a favor.

La tarea del técnico Xabier Azkargorta estaba dando frutos, y no sólo en el estadio de La Paz, donde se juega sobre las nubes, sino también al nivel del mar. El fútbol boliviano demostraba que la altura no era su único gran jugador, y que bien podía quitarse de encima el complejo que lo obligaba a perder los partidos antes de que empezaran. En las eliminatorias, Bolívia se lució. Melgar y Baldivieso, en el medio campo, y adelante Sánchez y sobre todo Etcheverry, llamado "el Diablo", fueron aplaudidos por públicos diversos y exigentes.

Quiso la suerte, la mala suerte, que a Bolívia le tocara inaugurar el Mundial enfrentando a la todapoderosa Alemania. Pulgarcito contra Rambo. Pero ocurrió lo que nadie hubiera podido prever: en lugar de encogerse, asustada, en el área chica, Bolívia se lanzó al ataque. No jugó de igual a igual, no: jugó de mayor a menor. Alemania, desconcertada, corría, y Bolívia gozaba. Y así fue hasta que, a cierta altura del partido, el astro boliviano Marco Antonio Etcheverry entró en la cancha y un minuto después lanzó una absurda patada a Matthaus y se hizo echar. Y entonces, Bolívia se desmoronó, arrepentida de haber pecado contra el destino que la obliga a perder, como si obedeciera a quién sabe cual secreta maldición venida del fondo de los siglos.

Fuente: Eduardo Galeano

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