Fue en 1939. Nacional de Montevideo y Boca Juniors de Buenos Aires iban empatados a dos goles, y el partido estaba llegando a su fin. Los de Nacional atacaban; los de Boca, replegados, aguantaban. Entonces Atilio García recibió la pelota, enfrentó una jungla de piernas, abrió espacio por la derecha y se tragó la cancha comiendo rivales.
Atilio estaba acostumbrado a los hachazos. Le daban con todo, sus piernas eran un mapa de cicatrices. Aquella tarde, en el camino al gol, recibió trancazos duros de Angeletti y Suárez, y él se dio el lujo de eludirlos dos veces. Valussi le desgarró la camisa, lo agarró de un brazo y le tiró una patada y el corpulento Ibáñez se le plantó delante en plena carrera, pero la pelota formaba parte del cuerpo de Atilio y nadie podía parar esa tromba que volteaba jugadores como si fueran muñecos de trapo, hasta que por fin Atilio se desprendió de la pelota y su disparo tremebundo sacudió la red.
El aire olía a pólvora. Los jugadores de Boca rodearon al árbitro: le exigían que anulara el gol por las faltas que ELLOS habían cometido. Como el árbitro no les hizo caso, los jugadores se retiraron, indignados, de la cancha.
Fuente: Eduardo Galeano
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