Pelé

Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró "tesoro nacional" y prohibió su exportación. Ganó tres Campeonatos Mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.

Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba en carrera, pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían entre los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.


Había nacido en casa pobre, en un pueblecito remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos de esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.

Fuente: Eduardo Galeano


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