Famosa en el mundo entero por el espectáculo de su fútbol, la selección de Brasil recaló en las costas de los Estados Unidos con un único objetivo en mente: volver a poner las manos sobre el trofeo mundialista. El entonces tricampeón mundial había esperado 24 años para lograr otro éxito en el escenario mundial y, a las órdenes del entrenador Carlos Alberto Parreira, aterrizó dispuesto a sacrificar parte de la alegría y exuberancia de sus antepasados por la sólida estrategia y la fría determinación que consideraban el camino más expedito hasta el oro.
Si bien el expeditivo Dunga era el líder de esta escuadra, las aspiraciones brasileñas descansaban sobre el dúo de artilleros Romario y Bebeto. Antaño compañeros en el Vasco da Gama pero a la sazón rivales en sus respectivos clubes españoles, Barcelona y Deportivo de la Coruña, juntos formaron un tándem letal, que ya había producido cinco de los siete tantos de Brasil en el torneo, incluido el gol de la victoria de Bebeto contra el anfitrión en los octavos de final.
Se trataba del primer encuentro oficial de Brasil contra Holanda desde su cruce en la fase de grupos de 1974, que Cruyff y compañía ganaron para entrar en la final. Los Oranje habían terminado la liguilla de la primera ronda en segunda posición por detrás de Arabia Saudí y, sin el lesionado Marco van Basten y el apartado Ruud Gullit, que había dejado el equipo tras perder el favor del seleccionador Dick Advocaat, parecían una sombra de lo que habían sido.
A pesar de todo, la presencia de delanteros como Dennis Bergkamp y Marc Overmars daba a los holandeses una prestancia nada desdeñable en ataque, pero de cara a este duelo de cuartos no estaba muy claro cómo se desempeñaría su defensa, y en particular cómo se las arreglarían sus veteranos bastiones Ronald Koeman y Jan Wouters para frenar a la pareja atacante brasileña de pies ligeros e ingenio fulgurante. El caso es que los contuvieron sin demasiados problemas durante los primeros 45 minutos, que en ningún momento dejaron de entrever los fuegos de artificio de la segunda mitad.
El público de Dallas vio pocas ocasiones de gol antes del descanso. A raíz de una falta de Aldair sobre Peter van Vossen, Bergkamp cabeceó libre de marca por encima del travesaño defendido por Taffarel. Luego, Mauro Silva disparó con peligro en la otra portería. Y en medio de la calma chicha, Romário merodeaba amenazante, husmeando sin cesar el más mínimo resquicio. De pronto, al filo del intermedio, él y Bebeto lograron conectar, y su combinación a punto estuvo de abrir la lata holandesa de no ser porque el último paso fue en falso.
Para los holandeses, la tregua fue sólo momentánea. Los brasileños, que lucían camiseta azul, resucitaron tras la reanudación y, a los ocho minutos, ya se habían adelantado en el marcador. Después de que un ataque naranja se viera interrumpido por un mal pase de Frank Rijkaard, Brasil montó el contragolpe. Bebeto recogió un balón largo por la izquierda y sirvió un centro raso en la carrera de Romário, que dejó botar el balón antes de desviarlo a la red fuera del alcance de Ed de Goey.
Los delanteros de la seleçao pronto salieron a por más: Bebeto penetró y soltó un disparo raso que se perdió junto al palo, y luego De Goey tuvo que sofocar un intento de Romário. El segundo gol llegó en el minuto 64, y esta vez el autor fue Bebeto. Viendo en fuera de juego a Romario, que retrocedía hacia su campo, la zaga holandesa se quedó parada cuando el balón largo sacado por De Goey volvió a su territorio después de ser cabeceado. Bebeto tomó la iniciativa y, tras eludir la entrada a la desesperada de Wouters, regateó al guardameta y disparó a puerta vacía antes de correr junto al banderín de córner para celebrar el gol meciendo a un imaginario bebé con Romário y Mazinho, en honor de su hijo recién nacido en Brasil.
Todo parecía perdido para los holandeses, pero éstos sólo necesitaron 60 segundos para regresar al partido. Un pase largo encontró a Bergkamp camino de internarse en el área y, tras escurrirse entre tres defensas, batió a Taffarel de un disparo que se coló por la esquina. Eso sí que fue hacer un gol de la nada. Los hombres de Advocaat recuperaron de nuevo la fe y, en el minuto 75, Bergkamp reclamó con insistencia un penal después de que el esférico golpeara en la mano de Marcio Santos. Segundos después, sin embargo, los naranjas estaban celebrando de nuevo: Overmars sacó el subsiguiente saque de esquina y Aron Winter se adelantó a Taffarel para cabecear a la red el gol del empate.
El Brasil de Parreira no perdió la concentración y, a falta de nueve minutos para el final, encontró el camino de la victoria de la manera más inesperada. Un veterano del certamen de México 1986, el lateral zurdo Branco, estaba jugando en sustitución del sancionado Leonardo, que había lesionado de un codazo al estadounidense Tab Ramos en el anterior choque de Brasil. Tras producirse una falta a 25 metros de la portería rival, el zaguero de 30 años fabricó uno de los mejores goles del torneo. Tras una larga carrerilla, descerrajó un chupinazo envenenado que voló por encima de la barrera y se fue a incrustar por la escuadra del segundo palo. Brasil pasaba a semifinales por primera vez desde 1978.
Ocho días más tarde, a 2.400 kilómetros de distancia, en Pasadena, la prodigiosa zurda de Branco volvió a salvar a Brasil al convertir uno de los penales con los que finalmente reclamó el codiciado cuarto título mundialista en la tanda disputada contra Italia. A ningún jugador brasileño pareció importarle que en los 120 minutos de juego sin goles ni Romario ni compañía pudieran desplegar sus mejores artes. Para los hombres de Parreira, la misión estaba cumplida.
Fuente: FIFA
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