El Mundial del 74

El presidente Nixon estaba contra las cuerdas, las rodillas flojas, golpeado sin pausa por el escándalo del espionaje en el edificio Watergate, mientras una sonda especial viajaba hacia Júpiter y en Washington era declarado inocente el teniento del Ejército que había asesinado a cien civiles en Vietnam, que al fin y al cabo no habían sido más que cien, y civiles, y vietnamitas.

Morían los novelistas Miguel Ángel Asturias y Pär Lakgervist y el pintor David Alfaro Siquieros. Agonizaba el general Perón, que había marcado a fuego la historia argentina. Moría Duke Ellington, rey del jazz. La hija del rey de la prensa, Patricia Hearst, se enamoraba de sus secuestradores, denunciaba a su padre por cerdo burgués y se ponía a asaltar bancos. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas.

En Grecia caía la dictadura, y caía la dictadura en Portugal, donde al ritmo de la canción Grandola, vila morena, se desataba la revolución de los claveles. La dictadura de Augusto Pinochet se afirmaba en Chile y en España Francisco Franco ingresaba en el hospital Francisco Franco, enfermo del poder y de los años.

En un histórico plebiscito, los italianos votaban por el divorcio, que les parecía preferible a la daga, el veneno y demás métodos que la tradición recomendaba para resolver las disputas conyugales. En una votación no menos histórica, los dirigentes del fútbol mundial elegían a Joao Havelange presidente de la FIFA, y mientras Havelange desalojaba en Suiza al prestigioso Stanley Rous, en Alemania comenzaba el décimo Campeonato Mundial de Fútbol.

Se estrenaba nueva copa. Era más fea que la Rimet, pero la codiciaban nueve selecciones europeas, cinco americanas y también Australia y Zaire. La Unión Soviética había quedado afuera en la fase previa. Durante los partidos de clasificación para el Mundial, los soviéticos se habían negado a jugar en el Estadio Nacional de Chile, que poco antes había sido campo de concentración y patio de fusilamientos. Entonces la selección chilena había disputado, en ese estadio, el partido más patético de la historia del fútbol: había jugado contra nadie, y en el arco vacío había metido varios goles que fueron ovacionados por el público. Después, en el Mundial, Chile no ganó ningún partido.

Sorpresa: los jugadores holandeses viajaron a Alemania acompañados por sus esposas, novias o amigas, y con ellas se concentraron. Era la primera vez que semejante cosa ocurría. Y más sorpresa: los holandeses tenían pies alados y llegaron invictos a la final, con catorce goles a favor y un solo gol en contra, que lo había metido uno de ellos por pura mala suerte. El Mundial del 74 giró alrededor de la Naranja Mecánica, la fulminante invención de Cruyff, Neeskens, Rensenbrink, Krol y otros incansables jugadores impulsados por el técnico Rinus Michels.

Al comienzo del último partido, Cruyff intercambió banderines con Beckenbauer. Y ocurrió la tercera sorpresa: el Kaiser y los suyos aguaron la fiesta holandesa. Maier, que lo atajaba todo, Müller, que todo lo metía, y Breitner, que todo lo resolvió, se ocuparon de arrojar dos baldes de agua fría sobre el equipo favorito, y contra todo pronóstico los alemanes ganaron 2 a 1. Se repetía, así, la historia del 54 en Suiza, cuando Alemania había vencido a la invencible Hungría.

Detrás de Alemania Federal y de Holanda, entró Polonia. En cuarto lugar, Brasil, que no pudo ser el que había sido. Un jugador polaco, Lato, resultó goleador dela Copa, con siete tantos, seguido por otro polaco, Szarmach, y el holandés Neeskens, ambos con cinco.
Fuente: Eduardo Galeano


Final - Alemania Federal x Holanda

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